miércoles, febrero 03, 2010

La Catedral arequipeña

Puerto inka. Playas, arqueología y vida marina en Atiquipa. Si el terremoto del 15 de agosto del 2007 borró del mapa la célebre catedral de Paracas, un cataclismo volcánico sin fecha conocida formó otra catedral de lava petrificada en las playas de Atiquipa.

Para un limeño acostumbrado a los caminos del Perú siempre será una sorpresa esa notoria diferencia geológica que marca la frontera de Ica y Arequipa.

A la altura del kilómetro 580 de la Panamericana Sur, antes de pasar por ese balneario bien caleta llamado Tanaka, las dunas parecen que cobran vida y se desplazan por el desierto costero empujados por el violento viento marino hasta tragarse la carretera en cuestión de minutos, interrumpiendo el tráfico con una facilidad que asusta.

Y es aquí donde el feroz desierto se interrumpe ante una enorme cordillera de lava petrificada que marca la puerta de ingreso a Arequipa, la patria de los volcanes.

En cuestión de minutos el altímetro marca de cero a casi 200 metros de altura sobre el nivel del mar, mientras ascendemos por un serpentín que permite contemplar una sucesión de pisos ecológicos único en su género. El clima cambia, el sol abrasador del desierto se transforma en una primavera feliz con lloviznas que cubren de verdor las lomas hasta las orillas del mar. Vacas y caballos pastan con tranquilidad y pequeños bosques de olivos descienden hasta arañar el barranco.

Nos detenemos en el kilómetro 603 donde un cartel indica el descenso a Puerto Inka. Se trata de un hotel con el binomio perfecto: playa y arqueología. Sin contar sus acogedoras cabañas con vista al mar y un restaurante digno del denominado boom de la gastronomía peruana.

Y es aquí donde el guía Marco Antonio Bedoya nos advierte que debemos partir a las cinco y media de la mañana para contemplar el despertar de una numerosa colonia de pingüinos que dejó su atávico peregrinaje para asentarse en una caverna vecina a Puerto Inka.

A esa hora la visibilidad permite contemplar los cambios en el paisaje. Desde las arenas tibias a orillas del mar hasta la corta trepada por un morro decorado con chullpas prehispánicas. El ascenso es relativamente fácil y luego de 30 minutos de caminata pasamos por un pequeño bosque de piedras volcánicas erosionadas por la brisa marina que nos hace olvidar la cercanía del mar.

Diez minutos después y cuando la luz del amanecer ilumina el mundo, empieza el descenso en dirección al mar y es en ese instante cuando Marco Antonio nos sorprende con la visión de la “catedral arequipeña” (así la denomina nuestro guía) con sus fieles de aves guaneras que parecen orar en su “campanario”.

Para diferenciarla de la “catedral” de Paracas, basta recordar aquel verso de Juan Gozalo Rose: “Será otro paisaje, pero la misma ausencia”.

Porque no es arena ni cascajo, propio del paisaje de Paracas, sino roca volcánica que se internó en el mar con la imprudencia de un cataclismo, formando cavernas como la que sirve de guarida a esos graciosos pingüinos que emergen a las 7 en punto de la mañana, cortando olas y nadando contracorriente, esquivando nutrias marinas y enormes masas de algas que flotan entre las espumas de las violentas olas que se estrellan contra el farallón.

En su ruta, los pingüinos pasan por el enorme portal de la “catedral” y se internan en el mar en busca de su desayuno.

Nosotros permanecemos sentados en el farallón, con los pies hacia el abismo, en una amena conversación en la “catedral” arequipeña.

Fuente: Diario La Republica

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